Narra
Pablo
La
cara de susto de Ainhoa al salir de la habitación del hospital junto
a sus hermanos era muy rara. Los tres no decían nada, cada uno
venía con una carta en su mano y nadie lo sabía que sería lo que
estaría escrito. Se han puesto lejos de cada uno, en un rincón, y abrían la carta. Pedro fue el primero y fue también la primera
persona a abandonar el pasillo del hospital en lagrimas. Sara corría
hacía él, sin saber lo que se estaba pasando. Pilar, sentada y sin
nada decir, miraba toda aquella escena y bajaba la cabeza, ahogando
las lagrimas para ella misma, sin hacer ni tan solo un ruído.
Ainhoa
abría la carta y ni ha dado el tiempo suficiente para leerla entera.
La cerró con toda la velocidad y sin permiso entra de nuevo en la
habitación dónde estaba Enrique. La puerta se cerraba y en pocos
minutos se abría de nuevo ya con Ainhoa entre lagrimas de sal y
dolor.
Corrió
rumbo a la salida y yo corría para no perder su rastro. Para junto
al coche en el aparcamiento, se gira y solo me dice:
-
Yo tengo que salir de aquí ya, Pablo...
Sin
nada responder, yo entro en el coche y ella haz lo mismo. No hablamos
nada. En aquel momento las palabras solo pertubaban, la ausencia de
ellas era lo ideal para no hacer más intensa el dolor que se sentía.
-
Pablo... - murmura.
-
Sshhh... no digas nada, vale? - le contesto bajito. Agarro su mano y
la acaricio y esto fue el “click” para que Ainhoa desahogarse
todo aquello que desde mucho tiempo estaba guardando en su interior.
Salada caía la lluvia por su rosto, lagrimas de dolor, de puro sal,
amargas en su todo y sin nada de dulzura.
Me
dolía también toda esta situación. Ver a alguien tan fuerte, con
tanta personalidad, dejándose caerse por la muerte, rendido a un
destino que nadie lo sabe cuando llegará, duele y te marca para un
siempre.
De
hecho, Enrique estaba muriéndose a poco y poco, se notaba la fatiga,
las guerras en que había batallado y llegó al momento de dejarse
llevar. La vida todavía no le había hecho eso, pero él esperaba,
haciendo la despedida que quería.
La
realidad no es como él está pensando. Según los medicos, ahora
solo queda dejar la quimioterapía y vivir la vida. Nadie puede
asegurar por cuanto tiempo vaya vivir, si es una semana, un mes, un
año o tal vez más, nadie lo arriesga.
En
la casa de sus padres, que estaba vacía, descubrí con mi pequeñita
quizás de los tesoros más bien guardados de esta casa. Era una caja
que estaba junto al piano de Ainhoa, el primero que ha recibido en
toda su vida. Estaba casi toda cubierta por el polvo, pero con los
soplos de los dos, se descubre que aquella caja era verde. Al abrir,
se aparecen fotos de Ainhoa y de Pedro, en los tiempos en que ellos,
muy jóvenes, bailaban.
-
Papá... esta es mamá?
-
Sí...
-
Ella ha sido una ballerina?
-
Pues... me lo parece que sí... - al tocar en todo que tenía la
caja, se descubre algunos discos que habían dejado a la peque en un
éxtasis imposible de controlarse:
-
Yo quiero bailar, papá! Baila conmigo! - se aleja de mi corriendo
hacía las escaleras, subiéndolas muy rápido y luego se escucha
venido del piso de arriba:
-
Mamá! Mamá! Viene conmigo!
Agarrando
la mano de Ainhoa, la rubita baja las escaleras y luego haz la
pregunta más obvia que se podía imaginar:
-
Mamá, tu has sido una ballerina con el tito Pedro?
Al
ver la caja en el suelo, Ainhoa sonreí, algo que hace días que no
sucedía.
-
Sí... yo he bailado por muchos años en el cole...
-
Baila un poquito, porfi, porfi, porfi... - ella utiliza su típica
cara de inocente, la que es imposible hacer con que nosotros le contestemos con un “no”.
-
Cómo puedo bailar si no tengo mi par?
-
Cómo no? Bailas con papá...
-
Yo?!? - pregunto muy sorprendido – Yo no sé bailar, pequeñita...
-
Que sí, que lo sabes... anda, baila con mamá...
-
No lo intentes, Pablo... ella no vaya cambiar su posición...
-
Venga, pone la música...
Ya
lo sabía que “competir” con ella iba a ser la misión imposible,
Ainhoa tiene los pies como plumas y ellos se mueven de uma manera
iniguable y yo tengo los pies como plomo y no se mueven para nada.
De
su mirada triste se pasa a una mirada más alegre y lo pude sentir,
de manera muy cerca, con su cuerpo bien junto al mío que todo aquel
que hemos bailado estaba siendo su arma para quitarse de malas
energías, las tantas energías malas que estaba recibiendo.
Al
compás del tango, con el público más especial de todos, aquel
salón, que no era el mayor del mundo, parecía el infinito. Entre
los compás de la canción sin embargo escucho, bien cerco a mi oído
su risa y parecía el despertar. Era el despertar de una nueva Ainhoa,
liberta de puntos negativos, que cuando se ponía cara a cara
conmigo, me hacía temblar.
Mis
piernas y manos temblaban porque en un rato me entero de un grande
relatorio de mi vida en casi dos años... había encontrado la
mujer de mi vida y ya tengo a una hija a quién doy mi vida entera si
se trata de continuar con su vida. Me muero por la pequeña, por mis dos pequeñitas, que para mí, la mujer de mi vida siempre
será “mi niña” y no importa la edad que tenga.
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